Anastasia

Esto son los primeros capitulos de una serie de libros que podrían ser los mas importantes que se hayan escrito…. El libro 1 completo con notas esta en este enlace:
Libro 1 de la Serie Los cedros Resonantes de Rusia, Anastasia, del autor Vladimir Megré, traducido del idioma original ruso al español por Iryna O ́Hara y corregido y editado por Rocío Madreselva.
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EL CEDRO RESONANTE
En la primavera del año 1994 fleté tres embarcaciones fluviales en las cuales realicé
una expedición de ida y vuelta de cuatro meses a lo largo del río Ob, desde Novosibirsk
hasta Salejard. El objetivo de esta expedición era establecer vínculos económicos con
las regiones del Lejano Norte.
La expedición se llamaba “La Caravana de los Mercaderes”. La más grande de las
embarcaciones era un buque de pasajeros llamado “Patricio Lumumba”. (En la
Compañía Naviera Fluvial de Siberia Occidental los barcos tienen nombres interesantes:
“Maríya Ulyánova”, “Patricio Lumumba”, “Mijail Kalínin”, como si no existieran otras
personalidades históricas).
En el barco “Patricio Lumumba” fueron ubicados el estado
mayor de la caravana, una exposición donde los empresarios siberianos podían exhibir
sus productos y una tienda.
La caravana debía recorrer, rumbo al norte, tres mil quinientos kilómetros y visitar
poblaciones relativamente grandes tales como Tomsk, Nizhnevártovsk, Jantý-Mansiysk
y Salejard, así como otros pequeños, a los cuales sólo se puede llegar con carga en los
cortos períodos de navegación. Por el día, los buques de la caravana atracaban en los poblados, donde comerciábamos y llevábamos a cabo conversaciones sobre el establecimiento de vínculos económicos permanentes.
Avanzábamos fundamentalmente por la noche.Y cuando las condiciones meteorológicas no nos permitían avanzar por el río, atracábamos el barco de la directiva de la expedición en el poblado más cercano, donde organizábamos fiestas a bordo para la juventud local. En aquellos parajes, semejantes actividades eran cosa rara. Los Clubes y las Casas de cultura habían enmohecido en los últimos tiempos y casi no se llevaban a cabo actividades culturales.
A veces, en el transcurso de un día entero con su noche navegando no se encontraba
ni siquiera un pequeño poblado. Desde el río –arteria fluvial y único medio de
transporte en muchos kilómetros a la redonda– sólo se podía divisar la inmensa taiga.
Entonces, resultaba para mí aún ignoto, que en alguna parte de esa inmensidad de
bosque, me esperaba un encuentro que cambiaría mi vida por completo.
En una ocasión, cuando ya retornábamos a Novosibirsk, di instrucciones de atracar el
buque de mando a la orilla de un minúsculo poblado compuesto por varias casas
pequeñas que se encontraba decenas de kilómetros alejado de los grandes poblados. La
estancia fue planificada para tres horas a fin de que la tripulación del buque pudiera
andar un poco por tierra, los habitantes del lugar adquiriesen nuestras mercancías y
productos, y nosotros les comprásemos a ellos, a precios bien baratos, plantas y frutos
silvestres de la taiga y también pescado. Durante la parada se acercaron a mí, como jefe de la expedición, dos ancianos lugareños, según los juzgué entonces, quienes me hicieron una petición que me resultó bastante extraña. Uno de los ancianos era de edad más avanzada y el otro algo más joven. El de mayor edad, un viejo con una larga barba blanca, se mantenía todo el tiempo en silencio, dejando hablar al más joven. Trataba de convencerme para que pusiera a su disposición unos cincuenta hombres (la tripulación del barco estaba compuesta por un total de 65) para llevarlos a un punto de la taiga, distante unos veinticinco kilómetros del lugar donde nos encontrábamos. El objetivo de internarse en las profundidades de la taiga era cortar un árbol al que calificaba como cedro resonante. El cedro, que según dijo, había alcanzado una altura de 40 metros, debía ser seccionado en partes pequeñas que pudieran ser transportadas a mano hasta el barco.

Debíamos llevarnos, según decía, absolutamente todo. El anciano sugería cortar cada parte en trozos bien diminutos. Cada uno de nosotros debía tomar uno y regalar los restantes a parientes, conocidos y a todo aquel que deseara recibirlos como regalo. El viejo decía que aquel cedro era algo extraordinario. Que se debía llevar un trocito en un cordón, colgado sobre el pecho y además, que había que ponérselo estando descalzo sobre la hierba y apretarlo con la palma de la mano izquierda sobre el pecho descubierto. Afirmaba que pasado un minuto, se sentiría un calor agradable irradiado por el cedro y luego se experimentaría un ligero estremecimiento recorriendo todo el cuerpo. De vez en cuando, al surgir el deseo, se debía pulir suavemente, con las yemas de los dedos, la parte del trocito de cedro que no está en contacto con el cuerpo, apoyando el otro extremo en los dedos pulgares de las manos. El anciano aseveraba, plenamente convencido, que ya a los tres meses, la persona que llevara en su pecho el trocito de

cedro resonante experimentaría un mejoramiento sustancial de su estado de salud y de ánimo y se habría curado de muchas enfermedades.
—¿Incluso del SIDA? ―pregunté, habiéndole dado antes una breve explicación sobre
esta enfermedad, según lo que yo conocía a través de la prensa. Y él respondió con
firmeza:
—¡De cualquier enfermedad!
Pero esto, en su opinión, era una tarea fácil. Lo más importante consistía en que la
persona que poseyera este pedazo de cedro se haría más bondadosa, sería más
afortunada y tendría más talento.
Yo ya sabía algo sobre las propiedades curativas del cedro de nuestra taiga, pero de
ahí a que éste pudiera influir en los sentimientos y en las capacidades de las personas,
en aquel momento me pareció algo completamente inverosímil. Pensé que lo que estos
ancianos querían de mí, era dinero a cambio de ese cedro que ellos consideraban
extraordinario. Y comencé a explicarles que ahí fuera, “en el gran mundo”, las mujeres,
para resultar atractivas, suelen llevar joyas de oro y de plata y que no iban a pagar ni un
rublo por un simple trozo de madera, por lo que yo no estaba dispuesto a incurrir en
ningún tipo de gasto por algo así.
—Las llevan por desconocimiento —se escuchó como respuesta del anciano—. El oro
es polvo en comparación con un trozo de este cedro. Mas no queremos dinero alguno.
Podemos daros setas secas también, pero nosotros no necesitamos nada…
Sin entrar en discusión por respeto a sus años, dije:
—Bueno, es posible que alguien se ponga uno de sus colgantes de cedro… Lo harían
si un gran maestro del tallado quisiera poner sus manos en él y creara algo
extraordinariamente bello…
A lo que el viejo respondió:
—Si, se podría tallar, pero es mejor pulirlo. Resultará mucho mejor si lo pule uno mismo con sus dedos, en el momento en que su alma se lo pida, entonces el cedro tendrá también un aspecto bello.
En ese momento, el viejo que era “más joven”, se desabrochó rápidamente la vieja
cazadora, luego la camisa, y mostró lo que llevaba en el pecho. Lo que vi era un óvalo o
círculo combado. Sus diferentes colores –violeta, frambuesa, rojizo…– configuraban un
dibujo incomprensible donde las vetas del árbol semejaban riachuelos. No soy un gran
conocedor de obras de arte, aunque de vez en cuando he tenido la ocasión de visitar
galerías de pintura. Los mejores artistas del mundo no solían despertar emociones
especiales en mí, pero aquello que colgaba del pecho del anciano suscitó muchos más
sentimientos y emociones que una visita a la Galería Tretyakov.  Y le pregunté:
—¿Y cuántos años lleva usted puliendo su trozo de cedro?
—Noventa y tres —contestó el viejo.
—¿Y qué edad tiene usted?
—Ciento diecinueve.
En aquel momento no le creí, pues el anciano aparentaba tener unos setenta y cinco
años. Sin advertir mis dudas, o sin prestarles atención, el viejo, algo inquieto, trataba de

convencerme de que un trozo de cedro, pulido únicamente por los dedos de la propia

persona, también luciría bello en sólo tres años. Y después, cada día que pasara se vería
aún mejor, particularmente el que usan las mujeres. El cuerpo de su dueño desprendería
un aroma sumamente grato y beneficioso, que nunca podría compararse con ningún
perfume producido artificialmente por el ser humano.
De hecho, de los dos ancianos emanaba, ciertamente, un olor muy agradable. Me
percaté de ello a pesar de que fumo, y, seguramente, como todos los fumadores, tengo el
sentido del olfato un poco atrofiado.
Otra cosa me resultaba también extraña… Comencé a notar en su forma de hablar,
frases que no eran propias de los habitantes de esta zona del norte tan apartada.
Todavía hoy puedo recordar algunas de ellas, incluso con la entonación que le daba. El viejo me dijo cosas como:
Dios creó el cedro como acumulador de las energías del Cosmos… Cuando una persona se encuentra en estado de amor, desprende una irradiación que, en fracciones de segundo, es reflejada en los planetas que están sobre nosotros, rebota nuevamente a la Tierra y da vida a todos los seres vivientes…
El Sol es uno de esos planetas, pero tan sólo refleja una pequeña parte de esta irradiación…
De las irradiaciones emitidas por el ser humano en la Tierra, sólo las luminosas pueden elevarse hacia el Cosmos. Y a su vez, sólo los rayos beneficiosos retornan desde el Cosmos a la Tierra…
Cuando una persona se encuentra en un estado de sentimientos malévolos, emite una
irradiación oscura. Esta irradiación oscura no puede elevarse a las alturas y va a parar a
las profundidades de la Tierra, y después de rebotar contra el subsuelo, regresa a la superficie en forma de erupciones volcánicas, terremotos, guerras…
El logro culminante de esa irradiación oscura es la influencia de esos rayos, que
exacerban los sentimientos malignos en la persona que los originó…
El cedro vive quinientos cincuenta años. Con sus millones de hojas-agujas, capta y acumula en sí, noche y día, energía luminosa en todo su espectro. Durante la vida de
un cedro pasan sobre él todos los cuerpos celestes que reflejan la energía luminosa…
Hasta el trocito más pequeño de cedro, tiene más energía beneficiosa para el hombre
que todas las instalaciones energéticas de la Tierra, creadas por su mano, juntas.
El cedro recoge la energía que, procedente del Hombre, emite el Cosmos, la conserva y, en el momento necesario, la devuelve, precisamente cuando ésta resulta insuficiente en el Cosmos, o lo que es lo mismo, en el ser humano, en todo organismo que vive y crece en la Tierra…
Muy raras veces se encuentran cedros que absorban y no tengan la oportunidad de
devolver la energía acumulada. Al transcurrir quinientos años de vida, éstos comienzan
a resonar. De esta forma, hablan con su sonido silencioso, transmitiendo su señal a las
personas, para que la gente los tome, los corte y utilice su energía acumulada en la
Tierra. Es así como el cedro pide con su sonido… Durante tres años pide… y si durante

ese período no es contactado por ninguna persona viva, privado de la posibilidad de entregar dicha energía, acumulada a través del Cosmos, pierde la capacidad de brindarla directamente al ser humano. Entonces comienza a quemarla en sí mismo. Este sufrido proceso de incineración y muerte se prolonga por espacio de veintisiete años…

Recientemente descubrimos un cedro de esta naturaleza, y determinamos que ya llevaba dos años resonando. Tintinea flojito… muy flojito. Es posible que trate de prolongar su petición por más tiempo, pero le queda sólo un año más. Hay que aserrarlo y repartirlo entre la gente…
El viejo estuvo hablando mucho tiempo y no sé por qué motivo, yo le escuchaba. Lavoz de aquel extraño y longevo siberiano se dejaba oír unas veces con una fe sosegada y otras con emoción, y cuando se emocionaba, comenzaba de forma rápida a pulir suavemente su trocito de cedro con las yemas de los dedos como si estuviera tocando algún tipo de instrumento musical.
En la orilla hacía frío. Desde el río soplaba un viento otoñal. El aire frío despeinaba el pelo cano de las cabezas descubiertas de los dos ancianos, sin embargo, la vieja cazadora y la camisa del que hablaba permanecían desabotonadas. Y él continuaba puliendo, con las yemas de los dedos, su trozo de cedro colgado en su pecho descubierto y expuesto al viento. Trataba aún de hacerme comprender su significado.
La funcionaria de mi compañía, Lidia Petrovna, bajó a tierra.
Me dijo que estaban todos reunidos en el buque y que estaba todo listo para partir tan sólo en espera de que yo terminara mi conversación. Me despedí, pues, de los ancianos y rápidamente subí a bordo del buque. No accedí a su petición porque –aparte de que todo lo que me contaron, lo consideré entonces una enorme superstición de aquella gente– la demora del barco durante tres días me hubiera causado grandes pérdidas.
Al otro día por la mañana, durante nuestra reunión diaria,
me percaté de que Lidia Petrovna acariciaba en su pecho un trozo de cedro. Poco después, me contó que cuando yo subía al buque, ella se demoró un poco y vio cómo mientras me iba alejando de ellos, el anciano que había hablado conmigo, ya miraba perplejo cómo me alejaba apresurado, ya miraba a su compañero mayor y dijo emocionado:
—¿Cómo es posible? ¿Por qué no han comprendido? Realmente no sé cómo hablarsu idioma… No pude convencerlos… ¡No pude! No conseguí nada… ¡Nada! ¿Por qué?
Dime, padre.
El mayor le puso la mano en el hombro y le respondió:
—No estuviste suficientemente convincente, hijo. No han comprendido.
—Cuando yo empezaba a subir la escala —continuó Lidia Petrovna—, el anciano que estaba hablando contigo, de pronto corrió hacia mí, me tomó de la mano y me llevó hacia la hierba. Rápidamente sacó de su bolsillo un cordoncito al cual venía atado este trozo de cedro, me lo colgó al cuello, unió la palma de su mano con la mía y la apretó contra mi pecho. Incluso sentí que un breve estremecimiento me recorría todo el cuerpo.
El viejo hizo todo esto de una forma tan rápida que no me dio tiempo a decirle nada.
Mientras me alejaba, decía tras de mí:
—¡Que tengan un feliz viaje! ¡Que sean muy felices! ¡Vuelvan el año que viene, por favor! ¡Que les vaya bien, gente! ¡Vamos a estar esperándoles! ¡Que tengan un feliz viaje!
Cuando el barco zarpó, el anciano estuvo aún largo rato agitando su mano en señal de despedida y después se sentó en la hierba súbitamente. Los miré con los binoculares: el viejo que estuvo hablando contigo y que después me dio el trozo de cedro, estaba sentado en la hierba y le temblaban los hombros… El de mayor edad, el de la barba blanca y larga, inclinándose sobre él, le acariciaba la cabeza.
* * *
Preocupado con los asuntos comerciales, la contabilidad y los banquetes motivados por la conclusión del viaje, ni me acordé de los extraños longevos siberianos.
Al regresar el barco a Novosibirsk, comencé a sentir fuertes dolores. El diagnóstico fue úlcera del duodeno y osteocondritis en la región torácica de la espina dorsal.
En la tranquilidad de la dependencia del hospital me encontraba aislado de la
agitación cotidiana. Estaba en una habitación individual de lujo, lo que me brindaba la posibilidad de analizar serenamente los resultados de la expedición concluida, que había durado cuatro meses, y confeccionar un plan de negocio para la próxima. Pero era como si mi mente relegara a un segundo plano todos los acontecimientos ocurridos durante el viaje, y lo que saltaba a mi memoria continuamente eran los ancianos y lo que ellos me habían contado.
Solicité que me trajeran al hospital todo tipo de literatura sobre el cedro. Y al cotejar la información que iba leyendo con lo que oí de los ancianos, cada vez me sentía más impresionado y me inclinaba más a creer lo que los ancianos me habían dicho. Algo de verdad había en sus palabras, ¡¿o quizás es que todo era cierto?!
En los libros de medicina popular, se habla mucho de las propiedades curativas del cedro.
Allí se dice que todo en este árbol, desde sus hojas-agujas hasta la corteza, todo,
contiene propiedades curativas altamente efectivas. La madera de cedro es muy bella y la usan con éxito tanto los maestros del arte del tallado, como para confeccionar muebles o tablas de resonancia para instrumentos musicales. El follaje del cedro posee una alta capacidad para descontaminar el aire circundante. Su madera tiene un aroma balsámico característico muy agradable. Un pequeño trozo de cedro ubicado en la casa espanta las polillas.
En la literatura de divulgación científica, también se señala que los indicadores
cualitativos del cedro que crece en las regiones norteñas son notablemente superiores a las de más al sur.
Ya en el año 1792 el académico P. S. Pallas escribió que los frutos del cedro
siberiano restablecen el vigor masculino y devuelven la juventud a las personas; aumentan considerablemente la resistencia del organismo y contribuyen a que éste rechace muchas enfermedades.
Existen también muchos fenómenos históricos que están vinculados directa o
indirectamente al cedro. He aquí uno de ellos:
El aldeano semi-analfabeto, Gregori Raspútin, de una aldea remota de Siberia,
región donde crece el cedro siberiano, en el año 1907, al llegar a Moscú a la edad de cincuenta años, dejó atónita incluso a la familia imperial con sus predicciones. Fue recibido por dicha familia y poseía una fuerza viril extraordinaria. Cuando mataban a Gregori Raspútin se quedaron estupefactos, ya que después de haber sido éste acribillado a balazos, seguía vivo. ¿Sería esto porque nació y creció en una región de cedros, alimentándose con piñones?
Así resumieron, los periodistas de aquella época, su resistencia:
“A la edad de cincuenta años, Gregori Raspútin, podía comenzar una orgía al mediodía y continuar la bacanal hasta las cuatro de la madrugada. De la lujuria y la borrachera salía directamente para la iglesia, a la misa del alba, donde permanecía orando hasta las ocho de la mañana. Una vez en casa, y tras hartarse de beber té, Grishka, como si nada hubiera pasado, recibía visitas hasta las dos de la tarde y, luego, recogía a las damas y se iba con ellas a las casas de baño; del baño se iba a un restaurante de las afueras, donde repetía lo de la noche anterior. Ninguna persona normal podría resistir un régimen semejante”.
El actual multi-campeón mundial y olímpico de lucha, Alexander Karelin, el cual aún permanece imbatible, es también siberiano, precisamente de las zonas donde crece el cedro siberiano. El forzudo deportista también está habituado a comer piñón de cedro.
¿Es esto casual?
Menciono sólo aquellos hechos que se pueden verificar fácilmente en la literatura de divulgación científica o pueden ser confirmados por testigos. Una de esas testigos es ahora también Lidia Petrovna, quien recibió del anciano siberiano un trocito del cedro resonante.
Es una mujer de treinta y seis años, casada, madre de dos niños. Sus compañeros de trabajo han notado cambios en su comportamiento. Se ha vuelto más benevolente y risueña. El esposo de Lidia Petrovna, al cual conozco, cuenta que su familia viene experimentando un mayor grado de comprensión mutua; y afirma que a su esposa se la ve rejuvenecida y está suscitando sentimientos más intensos en él: más consideración y quizás, incluso amor.
Pero incluso los numerosos hechos y evidencias palidecen ante lo más importante, que ustedes mismos pueden conocer y después de lo cual, a mí no me ha quedado ni pizca de duda. Es la Biblia. En el Antiguo Testamento, libro tercero de Moisés (Levítico 14,4) Dios enseña cómo curar a las personas y desinfectar la vivienda mediante la utilización del…
¡¡cedro!!

Según comparaba los hechos y la información que iba recopilando de distintas

fuentes, se iba dibujando delante de mí tal cuadro, que todas las maravillas conocidas en el mundo palidecían ante ésta. Los grandes misterios que han inquietado a la mente humana empezaban a resultar insignificantes ante el gran enigma del cedro resonante.
Ahora ya no podía dudar de su existencia. La literatura de divulgación científica y las escrituras védicas antiguas habían despejado todo resto de dudas.
En la Biblia, sólo en el Antiguo Testamento, se hace mención al cedro cuarenta y dos veces. El vetusto Moisés que presentó a la humanidad Los Diez Mandamientos en las tablas de piedra, probablemente, conocía bastante más acerca del cedro de lo que aparece recogido en el Antiguo Testamento.
Estamos acostumbrados a que en la naturaleza existan distintos tipos de plantas
capaces de curar las afecciones humanas. Las propiedades curativas del cedro han sido confirmadas por la literatura de divulgación científica, así como por investigadores tan serios y prestigiosos como el académico Pallas. Y todo ello coincide con lo expresado en el Antiguo Testamento.
Pero, atención a lo que sigue:
Cuando el Antiguo Testamento menciona el cedro, es únicamente el cedro, no hace referencia a otros árboles. ¿Acaso no nos está diciendo, entonces, el Antiguo Testamento que el cedro es la medicina más poderosa que existe en la naturaleza? ¿Pero qué es esto? ¿Un complejo medicinal? ¿Y cómo hay que usarlo? ¿Y por qué, de entre todos los cedros, estos extraños ancianos hablaban de un particular cedro resonante?
Pero esto no es todo. Algo inconmensurablemente más enigmático se esconde detrásde la siguiente historia del Antiguo Testamento:
El Rey Salomón construyó su Templo con madera de cedro. A cambio del cedro del Líbano, entregó al Rey Hiram veinte ciudades de su reinado. ¡Increíble! ¡Entregar veinte ciudades por un simple material de construcción! Cierto es que se le prestó otro servicio a cambio. A petición del Rey Salomón, se le entregaron siervos “…diestros enlabrar madera”.
¿Qué gentes eran aquéllas? ¿Qué conocimiento era ése que poseían?
He oído decir, que también en la actualidad, en los lugares más recónditos, existen ancianos, que de alguna manera, seleccionan los árboles para la construcción. Por entonces, hace más de dos mil años, es posible que todo el mundo supiera hacer esto.
No obstante, se requirió gente que tuviera esa destreza.
El Templo fue construido. Comenzaron los servicios religiosos y
“… los sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar por causa de la nube».
¿Qué nube era ésa? ¿Cómo y de dónde había entrado al Templo? ¿Qué representaba en sí aquella nube?
¿Energía?
¿Un espíritu? ¿Qué fenómeno era éste y cuál era su interrelación con el cedro?
Los ancianos hablaban del Cedro Resonante como de un acumulador de cierta
energía.
¿Qué cedro es más fuerte: el cedro del Líbano o el de Siberia?
El académico Pallas decía que las propiedades curativas se incrementan en la medida en que los montes se aproximan a la frontera de los bosques de la tundra. Y entonces, esto significa que el más fuerte es el cedro de Siberia.
En la Biblia se dice “… por sus frutos los conoceréis”
. Esto significa de nuevo, ¡siberiano!
¿Es posible que nadie haya prestado atención a todo esto, que nadie haya comparado los hechos?
La Biblia en el Antiguo Testamento, la ciencia del siglo pasado y la contemporánea, son unánimes en su opinión acerca del cedro.
También Elena Ivánovna Rérij en su libro La ética viva, escribe: “… Ya en los
rituales de consagración de los reyes del antiguo Jorasán aparecía un cáliz de resina de cedro. Y los druidas utilizaban un cáliz de resina de cedro al que llamaban El Cáliz de la Vida. Sólo después, con la pérdida de la conciencia del Espíritu, fue ésta sustituida por sangre. El fuego de Zoroastro era el resultado de quemar la resina de cedro en el cáliz”.
Así es que, entonces, ¿cuánto de los conocimientos de nuestros antepasados acerca del cedro, sus propiedades y usos ha llegado hasta nosotros y se ha conservado hasta nuestros días? ¿Acaso nada? ¿Qué saben los ancianos siberianos al respecto?
Y de pronto, me vino a la memoria una situación ocurrida hace mucho tiempo, y al recordar aquel momento, un hormigueo me recorrió todo el cuerpo. En aquella ocasión no le di ninguna importancia, pero ahora…
Al comienzo de la perestroica, siendo yo presidente de la Asociación de Empresarios de Siberia, recibí una llamada del comité ejecutivo provincial de Novosibirsk –entonces todavía teníamos los comités ejecutivos y los comités provinciales del partido–, solicitándome presentarme a una reunión con un importante hombre de negocios occidental. Éste traía una carta de presentación del gobierno de entonces. En la reunión participaron algunos empresarios y funcionarios del aparato del comité ejecutivo provincial.
El hombre de negocios occidental tenía un aspecto bastante imponente, era un tipo singular con rasgos orientales. Llevaba la cabeza cubierta con un turbante y sus dedos adornados con caras sortijas.
Se habló, como de costumbre, de las posibilidades de colaboración en las distintas esferas y, entre otras cosas, este hombre occidental dijo: “Podríamos comprarles piñón de cedro”. Al pronunciar estas palabras su expresión reflejó cierta contracción y sus
ojos perspicaces se movieron de un lado a otro, seguramente, estudiando la reacción de los empresarios allí presentes. Aquello se me quedó muy bien grabado en la memoria, porque aún entonces me sorprendió. ¿Por qué aquello cambió tanto su semblante?
Después del encuentro oficial, se me acercó su acompañante, una traductora
moscovita, y me dijo que el hombre quería hablar conmigo. Me hizo una propuesta confidencial: si yo organizaba el suministro de piñón de cedro para él, y tenía que ser fresco, entonces yo recibiría una suculenta comisión personal aparte del precio oficial.
El piñón de cedro había de ser suministrado a Turquía. Allí ellos fabricaban algún tipo de aceite. Le contesté que lo pensaría.
Por mi parte, decidí averiguar de qué aceite se trataba. Y averigüé lo siguiente:
En la bolsa de Londres, la cual funciona como patrón de los precios mundiales, el precio del aceite de cedro alcanzaba… ¡quinientos dólares el kilogramo! A nosotros nos proponían efectuar los suministros a un precio de dos o tres dólares por kilogramo de piñón de cedro.
Hice una llamada telefónica a un empresario que conocía en Varsovia, y le pedí que averiguara, por un lado, si sería posible vender directamente a los consumidores de este producto y por otro, que se informara sobre la tecnología de la extracción de este aceite.
Transcurrido un mes me contestó:
―Imposible salir al mercado con este producto. Tampoco he logrado conocer la
tecnología de la extracción. Pero además, hay fuerzas occidentales tan poderosas involucradas en este negocio, que es mejor no tocarlo y olvidarse del asunto.
Entonces me puse en contacto con mi buen amigo, funcionario científico del Instituto de Cooperativa de Consumo de Novosibirsk, Konstantin Rakúnov. Compré los piñones de cedro y financié el trabajo. Y en los laboratorios de este instituto se produjeron cien kilogramos de aceite de piñón de cedro.
Así mismo, contraté personal para investigar en los documentos de archivo, y
descubrieron lo siguiente:
En el período pre-revolucionario, y también durante un corto periodo tras la
revolución, en Siberia existió una organización denominada “El Cooperante
Siberiano”.
El personal de esta organización comercializaba aceite, incluido el aceite de
piñón de cedro. Tenían representaciones en Harbin, Londres y Nueva York y disponían de abundante dinero en los bancos occidentales. Después de la revolución, esta organización se desintegró y muchos de sus miembros emigraron.
El miembro del gobierno bolchevique, Krásin, sostuvo reuniones con el jefe de esta organización, proponiéndole regresar a Rusia. Pero el presidente del “
Cooperante Siberiano” le contestó que él sería de más ayuda para Rusia permaneciendo fuera de sus fronteras.

En los materiales de archivo se decía también que el aceite de piñón de cedro se hacía mediante prensas de madera (¡únicamente de madera!) en muchas aldeas siberianas de la taiga. La calidad de dicho aceite dependía de la estación en la que se recolectara y procesara el piñón de cedro. Pero ni en los archivos ni en el instituto, se logró determinar qué momento sería ése. El secreto se había perdido. Las propiedades del aceite, en cuanto a su efectividad curativa, no tienen parangón, pero, ¿no habrán entregado aquellos emigrantes el secreto de fabricación de este aceite a alguien en Occidente? ¿Cómo se explica que los piñones de cedro con las mayores propiedades medicinales se den en Siberia y sin embargo, la instalación para la extracción del aceite se encuentre en Turquía? Después de todo, en Turquía no existe el tipo de cedro que crece en Siberia.

¿De qué “fuerzas poderosas de Occidente” hablaba el empresario de Varsovia? ¿Por qué no se podía tocar ese asunto? ¿No será que estas fuerzas están exportando ilegalmente este producto curativo de propiedades inigualables
fuera de la taiga siberiana rusa? ¿Por qué, disponiendo de tal riqueza, con propiedades tan efectivas, las cuales han sido ya confirmadas por siglos y milenios, compramos por millones, o quizás por miles de millones de dólares, las medicinas occidentales y nos las tragamos, como si estuviéramos chiflados? ¿Por qué perdimos los conocimientos de nuestros recientes antepasados? Y si es así con los antepasados que han vivido en nuestro propio siglo, ¿qué vamos a decir de la narración de la Biblia en la que se describe ese extraordinario
acontecimiento de hace más de dos milenios? ¿Qué fuerzas misteriosas se empeñan en borrar de nuestra memoria la sabiduría de nuestros antepasados? Y además, te dicen, “no te metas en lo que no te llaman”.
Tratan de borrarlo… Y, en efecto, ¡lo están logrando!
Me invadió un sentimiento de rabia. Y para colmo, veo que en la farmacia se vende aceite de cedro, ¡pero en envase de importación! Compré un frasquito de treinta gramos y lo probé. El contenido de aceite no era más de dos gotas, el resto era algún diluyente.
No se podía ni comparar con el que nosotros fabricábamos en el Instituto de
Cooperación al Consumidor. ¡Y estas dos gotas diluidas costaban cincuenta mil
rublos!
¡¿Y si no comprásemos este aceite del extranjero, sino que lo vendiéramos
nosotros mismos?! ¡Pero si sólo con la venta de este aceite toda Siberia podría vivir desahogadamente¡
¿Cómo nos la pudimos arreglar para olvidar la tecnología de nuestros antepasados?! Y aquí estamos, quejándonos de que vivimos en la miseria…
Pues bueno, pensé, de todas formas voy a averiguar, cuando menos, algo más. Pondré la producción de aceite a punto yo mismo, y que se haga rica
mi compañía.
Decidí embarcarme en una nueva expedición a lo largo del río Ob, otra vez rumbo norte, utilizando para ello únicamente el buque de mando, el “Patricio Lumumba”.
Cargué en las bodegas distintas mercancías para vender y convertí la sala de cine del barco en una tienda. Decidí contratar una nueva tripulación y no invitar a nadie de mi compañía, pues los asuntos financieros ya de por sí se habían deteriorado mientras yo me encontraba apartado de los negocios
por mis nuevos intereses. A las dos semanas de haber salido de Novosibirsk, mis guardas de seguridad me comunicaron que habían escuchado conversaciones acerca del cedro resonante; y que según su opinión, entre los nuevos miembros de la tripulación había, para decirlo con palabras suaves, “gente extraña”. Comencé a llamar a algunas personas de la tripulación para hablarles sobre la
inminente expedición al interior de la taiga. Algunos aceptaban ir, incluso, sin que mediara paga alguna. Otros pidieron un pago extra bastante grande
por dicha operación, ya que esto era algo de lo que no se había hablado cuando firmaron para el trabajo, y que una cosa era estar dentro del barco en condiciones confortables, y otra, adentrarse veinticinco kilómetros en la taiga y regresar cargando peso.
Ya para entonces, mis recursos financieros estaban muy limitados y yo no tenía en mente vender el cedro, ya que los viejos decían que había que repartirlo. Y por otro lado, lo más importante para mí, no era el cedro en sí, sino el secreto de la obtención del aceite. Aunque, desde luego, conocer toda la información vinculada con éste.
Poco a poco, con la colaboración de los guardas, me fui convenciendo de que me
intentaban espiar, en particular cuando bajaba a la orilla. Lo que no estaba claro era con qué propósito, ni quién estaba detrás de los espías. Pensé y pensé cómo debía de actuar en tales circunstancias y decidí, para no equivocarme, maniobrar con astucia y habilidad sobre todos a la vez.
                                                                          2
                                                            EL ENCUENTRO
Sin decirle una palabra a nadie acerca de mis planes, dispuse que el barco atracara cerca del sitio donde el año pasado había encontrado a los dos ancianos. Llegué solo a la aldea en una pequeña lancha a motor. Le había dado instrucciones al capitán del barco para que retomara la ruta comercial acostumbrada.
Mantenía la esperanza de poder encontrar a los dos ancianos con la ayuda de los lugareños, ver con mis propios ojos el cedro resonante y determinar la forma más barata de transportarlo al barco. Até la lancha a una roca y cuando me disponía a dirigirme hacia una de las casitas más cercanas, reparé en una mujer que estaba sola sobre un montículo y me dirigí hacia ella.
La mujer llevaba puesta una vieja chaqueta acolchada, una falda larga y calzaba unas galoshas altas de las que usan muchos de los habitantes de los lugares remotos del norte durante el otoño y la primavera. Llevaba un pañuelo que le ocultaba totalmente la frente y el cuello… era difícil determinar su edad. La saludé y le hablé de los ancianos con los que me había encontrado hacía un año.
― Quienes hablaron contigo el año pasado, Vladimir, fueron mi abuelo y mi
bisabuelo…
Me sorprendió el tono joven de su voz, su dicción tan clara, que me tutease y que además me llamara por mi nombre. No recordaba los nombres de los ancianos ni que nos hubiésemos presentado formalmente. “Claramente lo hicimos –pensé– ya que ella conoce mi nombre”. Decidí tutearla también y le pregunté:
― ¿Y tú cómo te llamas?
― Anastasia,―respondió la mujer, tendiéndome la mano con la palma hacia abajo como si esperase que se la besara.
Ese gesto de una mujer de pueblo, con aquella vieja chaqueta y aquellas
galoshas, en la orilla desierta y con aires de dama de alta sociedad, me provocó la risa. Estreché su mano, claro, no se la besé. Ella me sonrió un poco azorada y me invitó a acompañarla a la taiga donde vivía su familia.
― Pero habrá que caminar 25 kilómetros taiga adentro. ¿Esto no te echa para atrás?
― Desde luego que es un poco lejos, pero… ¿puedes enseñarme tú el cedro
resonante?
― Sí, puedo…
― ¿Sabes todo sobre él? ¿Me lo contarás?
― Te contaré lo que sé.
― Entonces vamos.
Por el camino, Anastasia me relató que su familia, su progenie, ha vivido en el
bosque de cedro de generación en generación a lo largo de miles de años, según las palabras de sus ascendientes. Los contactos directos con personas de nuestra sociedad civilizada se dan en muy raras ocasiones. Esos contactos suceden, no en los lugares donde ellos residen permanentemente, sino cuando vienen a los poblados haciéndose pasar por cazadores o aldeanos de otro pueblo. La misma Anastasia, sólo había estado en dos ciudades, Tomsk y Moscú, y un solo día en cada una… ni siquiera pasó la noche en ninguna de ellas. Quería saber si no se equivocaba en su visión acerca del estilo de vida de los habitantes de la ciudad. Fue vendiendo bayas y setas secas como ahorró el dinero para sus viajes. Una mujer del pueblo le prestó su pasaporte.
Anastasia no aprueba la idea de su abuelo y bisabuelo de repartir el cedro resonante curativo, entre muchas personas. Cuando le pregunté por qué, respondió que, en ese caso, los trocitos se repartirían tanto entre gente buena como gente que obra mal, y que lo más probable es que los individuos negativos acapararían la mayor parte de los trozos. Al final, esto podría causar más daño que provecho. Lo importante, en su opinión, es ayudar a lo bueno.
Y a la gente, con cuya ayuda, se hace el bien. Al ayudar a todos, el desequilibrio entre el bien y el mal no cambiaría o más bien podría empeorar.
Después de mi encuentro con los ancianos, yo había revisado una amplia bibliografía de libros de divulgación científica y trabajos de investigación académicos e históricos que describían las extraordinarias propiedades del cedro. Ahora estaba tratando de comprender y profundizar en lo que Anastasia me relataba acerca del estilo de vida de la gente de los bosques de cedro y me preguntaba: ¿A qué se parece esto?
Pensé en la familia Lýkovs, conocida por todos gracias a las publicaciones de
Vasiliy Peskov: una familia, que también vivió aislada en la taiga durante muchos años.
Acerca de ellos se escribieron artículos en el periódico Komsomolskaya Pravda
bajo el título Callejón sin salida en la Taiga , y también apareció en algunos programas de televisión.
La opinión que me había formado acerca de los Lýkovs era de personas que
conocen la naturaleza bastante bien, pero ignorantes en cuanto a los conocimientos y a la comprensión de nuestra moderna vida civilizada.
Sin embargo, aquí se presentaba un panorama distinto… Anastasia daba la impresión de ser una persona que, no sólo comprendía perfectamente nuestra forma de vida, sino que además, parecía tener otros conocimientos pero no estaba muy claro para mí de qué conocimientos se trataba.
Hablaba con gran soltura acerca de nuestra sociedad. La conocía.
Nos adentramos en las profundidades del bosque unos cinco kilómetros y nos
detuvimos a descansar. Ella se quitó la chaqueta, el platok y la falda larga, y lo metió todo en el hueco de un árbol. Se quedó solamente con un vestido corto y ligero. Yo no cabía en mi asombro… me quedé maravillado de lo que vi. Si creyera en los milagros diría que se dio ante mis ojos una metamorfosis.

Ante mí apareció una mujer muy joven, de cabellos largos y dorados, de una figura perfecta. Su belleza era extraordinaria, hasta el punto de que era difícil imaginar a alguien que pudiese competir con ella en los más prestigiosos concursos de belleza del mundo, y más, si a su belleza física se sumaran sus evidentes atributos intelectuales, de los que me cercioré más tarde. Todo en ella era enigmáticamente atrayente y cautivador

― ¿Quizás estás cansado? ― preguntó ella…― ¿Quieres descansar?
Nos sentamos sobre la hierba, por lo que pude apreciar su rostro desde más cerca. No llevaba ningún tipo de maquillaje y sus facciones eran perfectas. De tez impecable, nada típica de las caras curtidas por el aire frío de estas regiones recónditas de Siberia. Ojos grandes y cálidos, de color gris-celeste. Los labios formaban una delicada sonrisa.
Llevaba puesto un vestidito corto y ligero que parecía más bien un camisón de
dormir…, pero el frío no parecía inmutarla, aunque la temperatura era de 12 a 15 grados.
Sentí un poco de hambre y saqué de mi mochila unos bocadillos y una botella con buen coñac. Le ofrecí a Anastasia, pero ella, por algún motivo, no quiso beber ni probar bocado alguno. Mientras yo comía, Anastasia reposaba sobre la hierba con los ojos dichosamente cerrados, como entregándose a los rayos del sol para que la acariciasen.
Los rayos solares se reflejaban en las palmas de sus manos abiertas produciendo una luz dorada. Así tumbada, semidesnuda se la veía tan hermosa.
Mientras la observaba, me preguntaba: ¿Con qué propósito las mujeres de todas las épocas se empeñan hasta la saciedad en mostrar sus pechos, sus piernas o ambas cosas, poniéndose escotes y minifaldas? ¿Acaso no es para llamar la atención de los hombres… como diciendo: “Miren lo hermosa que soy, abierta y accesible…”? ¿Qué se supone que hará el hombre, entonces? ¿Oponerle resistencia a sus pasiones carnales y de esa manera despreciar a la mujer con su indiferencia, o demostrarles su interés y romper así uno de los mandamientos de Dios?…
Cuando terminé de comer la interpelé…
― ¿Anastasia, no te da miedo andar por la taiga sola?
― No hay nada que yo tenga que temer aquí.
― Interesante, ¿y cómo te defenderías si te encontraras con dos o tres fortachones,
geólogos o cazadores?
No me respondió, sólo sonrió.
Yo pensé: “¿Cómo es posible que esta bellísima joven, increíblemente atractiva no tenga miedo de nada ni de nadie?”
Lo que sucedió a continuación, todavía hoy, me hace sentirme incómodo… La tomé por los hombros y la acerqué hacia mí. Ella no opuso mayor resistencia, aunque en su cuerpo elástico se notaba una fuerza considerable. Sin embargo, no pude hacer nada con
ella. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento fueron unas palabras pronunciadas por ella: “No lo hagas, tranquilizate”. Y aún
antes de eso, recuerdo que un enorme miedo se apoderó de mí. Pánico no sé de qué, como ocurre en la infancia cuando te encuentras completamente solo en la casa y sientes miedo de algo.
Cuando recobré la consciencia, ella se encontraba de rodillas, inclinada sobre mí, con una mano en mi pecho y con la otra hacía señales a alguien por encima de nosotros y a los lados. Sonreía, pero no era a mí, sino, al parecer, a alguien que de modo invisible nos rodeaba o estaba por encima de nosotros. Anastasia parecía tratar de comunicarle a su amigo invisible, con sus gestos, que no le estaba pasando nada malo. Después me miró a los ojos con cariño y tranquilidad:
― Cálmate, Vladimir, ya pasó todo.
― ¿Pero qué fue eso? –pregunté.
― La Armonía no aceptó tu actitud hacia mí, no aceptó el deseo que se despertó en ti.
Tú mismo comprenderás todo esto más adelante.
― ¿Qué tiene que ver la tal Armonía con todo esto? ¡Eres tú y sólo tú quien opuso
resistencia!
― Yo tampoco lo acepté. Ha sido desagradable para mí.
Me senté y acerqué mi mochila.
― ¡¿Será posible?! ¡Ella no lo aceptó, es desagradable para ella…! ¡Así sois las
mujeres! ¡Hacéis todo lo posible para seducirnos! Nos enseñáis las piernas, los pechos, andáis en tacones. No estáis cómodas con tacones, ¡pero os los ponéis!
Os pavoneáis frente a nosotros con todos vuestros encantos, pero cuando la cosa pasa a mayores…
“Ah, no, eso no me interesa. Yo no soy así…” Entonces ¿para qué os andáis
pavoneando? ¡Hipócritas! Soy empresario y he visto a muchas mujeres de todo tipo. Todas queréis lo mismo, sólo que os hacéis de rogar de formas diferentes. Tú, por ejemplo, ¿para qué te has quitado la ropa? No es que haga tanto calor, ¿no? Y encima vas y te callas, y te tumbas en la hierba con esa sonrisita…
La ropa me incomoda, Vladimir. Me la pongo cuando salgo del bosque y voy a
donde hay gente, para tener un aspecto como todos. Me acosté sólo para relajarme bajo el solecito y no incomodarte mientras comías.
― Así que no querías incomodarme, ¿eh?… Pues lo hiciste.
― Perdóname, por favor, Vladimir, tienes razón en que cada mujer quiere llamar la atención de los hombres, pero no solamente hacia sus piernas y pechos. Lo que queremos es no dejar pasar al único hombre que puede ver algo en nosotras que sea más que eso.
― ¡Pero es que por aquí no ha pasado nadie! Y qué es ese
algo más que hay que ver si son las piernas las que están en primer plano… de verdad que las mujeres sois muy ilógicas.
― Sí, lamentablemente, así ocurre en la vida a veces… ¿Te parece si nos vamos ya,
Vladimir? ¿Has terminado de comer? ¿Estás descansado?
Por un instante me pasó por la mente si valdría la pena continuar el viaje con tal filosófica salvaje. Pero le contesté:
― Está bien, vamos.
            3
¿Fiera o Ser Humano?
Continuamos nuestro camino hacia la casa de Anastasia. A pesar de todo, dejó su ropa en el hueco del árbol quedándose con el vestidillo corto y ligero. Las galoshas las metió allí también. Cogió mi bolsa, ofreciéndose a llevarla. Caminaba descalza delante de mí, con un asombroso paso ligero y gracioso, balanceando la bolsa sin esfuerzo.
Íbamos hablando todo el rato. Era interesante hablar con ella sobre cualquier tema.
Interesante, quizás, porque sus opiniones acerca de todo eran algo extrañas.
A veces, Anastasia daba una vuelta sobre sí misma mientras caminábamos. Volvía la cara hacia mí, hablaba, reía y caminaba así marcha atrás durante un rato,

entusiasmándose con la conversación sin tan siquiera mirar por dónde pisaba. Es incomprensible, ¿cómo no tropezó ni una vez, ni se pinchó el pie descalzo con el nudo de alguna rama seca? No había ninguna senda visible en nuestro camino, pero tampoco encontrábamos los obstáculos habituales de la taiga.

A veces, según caminaba, rozaba o pasaba la mano con rapidez por una hojilla o
ramita de algún matorral, o – inclinándose sin mirar – cogía alguna hierbita y… se la comía.
“Igual que una fierecilla” ― pensé yo.
Cuando había bayas a mano, Anastasia me alargaba algunas y yo también las comía mientras caminaba. No se la veía muy musculosa.
En general, Anastasia es de complexión media, ni delgada ni gorda. Tiene un cuerpo elástico, bien alimentado, y muy bonito. Sin embargo, por lo que vi, es bastante fuerte y no está nada mal de reflejos.
En una ocasión que tropecé y empecé a caer alargando los brazos hacia adelante, Anastasia se volvió, rápida como un rayo, puso la mano que tenía libre debajo de mí y caí con el pecho sobre la palma de su mano con los dedos bien abiertos. No llegué a tocar el suelo con los brazos. Ella aguantó mi cuerpo con una sola mano y, sin dejar de hablar, lo enderezó sin esfuerzo alguno. Cuando recuperé el equilibrio con la ayuda de su mano, continuamos camino como si nada hubiera pasado. Por algún motivo, me vino a la mente la pistola de gas que llevaba en mi bolsa.
Así, conversando como íbamos, no me di cuenta de la cantidad de camino que
habíamos recorrido. Cuando súbitamente, Anastasia se paró, puso mi bolso debajo de un árbol y me informó con alegría:
― ¡Aquí estamos en casa!
Miré a mi alrededor. Era un pequeño y ordenado claro de bosque, con flores entre los majestuosos cedros, pero no había ninguna construcción en absoluto. Ni tan siquiera una choza. ¡Literalmente nada! ¡No vi ni siquiera un primitivo refugio eventual para la noche! Pero ella se regocijaba como si hubiéramos llegado a una vivienda de lo más confortable.
― ¿Y dónde está la casa? ¿Cómo duermes, comes, te resguardas de la lluvia…?
― Esta es mi casa, Vladimir. Aquí está todo.
Una vaga sensación de alarma empezó a apoderarse de mí.
― ¿Dónde está ese todo? Dame una tetera para poder, por lo menos, hervir agua en el fuego, o dame un hacha.
― No tengo yo tetera ni hacha, Vladimir… y sería mejor no encender una hoguera…
― Pero ¿qué dices? ¿Cómo que no tienes ninguna tetera? A mí se me ha acabado el agua. ¿No lo viste, que incluso tiré la botella, cuando terminé de comer? Ahora me queda sólo un par de tragos de coñac. Hasta el río o la aldea hay un día entero de camino, y yo ya estoy cansado y tengo sed. ¿De dónde sacas el agua? ¿Con qué bebes?
Viendo mi pánico, Anastasia empezó a turbarse un poco. Me tomó en seguida de la mano y me llevó a través del clarito hacia el bosque, diciéndome por el camino:
― Te pido que no te preocupes, Vladimir, por favor, no te apesadumbres. Yo me
ocuparé de todo. Descansarás, dormirás bien. Yo lo haré todo. No tendrás frío. ¿Tienes sed? Ahora te daré de beber.
Sólo a diez o quince metros del claro tras las matas, ante nosotros apareció un
pequeño lago de la taiga. Anastasia rápidamente sacó un poco de agua con sus manos que acercó a mi boca.
― Aquí está el agua. Bebe, por favor.
― Pero tú qué, ¿te has vuelto loca? ¿Cómo se puede beber agua directamente de una charca del bosque? Si tú has visto que yo bebo agua borzhomi. En el barco, incluso para bañarnos, pasamos el agua del río a través de un filtro especial, la cloramos y la ozonizamos.
― Esto no es una charca, Vladimir. El agua aquí es pura y viva. ¡Es buena! No está medio matada como la que tenéis vosotros. Esta agua se puede beber, es como la leche de la madre. Mira.
Anastasia se llevó las manos a la boca y bebió el agua.
Se me escapó:
― Anastasia, ¿eres una fiera?
― ¿Por qué una “fiera”? ¿Porque mi lecho no es igual que el tuyo? ¿Porque no tengo coche ni aparatos de todo tipo?
― Porque vives como una fiera en el bosque, no tienes nada y, según parece, eso te gusta.
― Sí, me gusta vivir aquí.
― ¿Ves?, tú misma lo confirmas.
― ¿Tú consideras, Vladimir, que el ser humano se distingue de todo lo viviente en la Tierra por la peculiaridad de poseer objetos creados artificialmente?
― ¡Si! Y más exactamente, por su civilizado modo de vida.
― ¿Tú consideras que tu modo de vida es más civilizado? Sí, claro, así lo crees. Pero no soy una fiera Vladimir. ¡Soy un Ser Humano!
4
¿Quienes son?
Posteriormente, después de pasar tres días con Anastasia y observando cómo esta extraña mujer joven vive sola en plena taiga siberiana, llegué a comprender algo de su manera de vivir y me surgieron algunas preguntas
respecto a la nuestra.
Una de estas preguntas me sigue intranquilizando hasta el día de hoy. ¿Es nuestro sistema educativo y de crianza de los niños suficiente para comprender
la esencia de la existencia?
¿Es adecuado para que cada persona pueda establecer las prioridades de su
vida correctamente?
¿Está este sistema de educación ayudando o impidiendo la comprensión de la esencia y el propósito del Hombre?
Hemos creado un vasto sistema educativo. Es en base a este sistema que enseñamos a nuestros hijos y unos a otros. En la guardería, la escuela, la universidad, los estudios de postgrado… Es este sistema el que nos permite inventar cosas, volar al Espacio Cósmico. Nuestra vida cotidiana gira en torno a este sistema. Nos esforzamos en conseguir la felicidad a través de él. Tratamos de conocer el Cosmos y el átomo, así como todo tipo de fenómenos anómalos. Nos encanta discutirlos y describirlos en historias sensacionales tanto en la prensa popular como en publicaciones científicas.
Pero hay un fenómeno que, no se sabe por qué, tratamos con todo nuestro empeño de evitar. ¡Con mucho empeño! Da la impresión de que tenemos miedo de hablar sobre ello. Y tenemos miedo, digo yo, porque esto podría derribar con facilidad nuestros sistemas de enseñanza universalmente admitidos y nuestras conclusiones científicas, y porque además cuestiona el fundamento de nuestra vida.

Nos esforzamos por aparentar que este fenómeno no existe. ¡Pero sí que existe! Y seguirá existiendo por más que le volvamos la espalda o lo evitemos.¿No es hora de prestarle más atención, y quizás, con el esfuerzo colectivo de todas nuestras mentes humanas juntas encontrar respuesta a la siguiente pregunta?:

¿Por qué los grandes maestros, las personas que han dado lugar a las doctrinas religiosas, a las diferentes doctrinas que sigue la mayor parte de la humanidad, o al menos lo intenta, por qué todos, sin excepción, antes de crear sus doctrinas,
se hacían anacoretas, se aislaban – en la mayoría de los casos – en el bosque? No en alguna súper-academia, atención a esto, sino precisamente ¡en el bosque!
¿Por qué Moisés, del Antiguo Testamento, se fue mucho tiempo al bosque en la
montaña antes de volver y presentar al mundo el conocimiento expuesto en las tablas de piedra?
¿Por qué Jesucristo se aislaba hasta de sus discípulos en el desierto, en las montañas, y en el bosque?
¿Por qué un hombre llamado Siddhartha Gautama, que vivió en la India a mitad del siglo sexto A.C., se aisló en el bosque durante siete años; tras lo cual, salió del bosque este anacoreta, ya preparado para presentar a la gente su doctrina? Doctrina, que hasta hoy día, miles de años después, agita a multitud de mentes humanas. Y construye la gente grandes templos y llaman a la doctrina budismo.
Y al propio hombre llamaron posteriormente Buda.
¿Por qué antepasados nuestros, no tan antiguos, como Serafim de Sarov o Sergio de Radoneje, reconocidos ahora como personalidades históricas, también se fueron al bosque para ser anacoretas y en un corto espacio de tiempo concibieron una sabiduría de tal profundidad que, en busca de su consejo, viajaron por caminos intransitables los zares?
En los sitios de sus respectivos aislamientos se edificaron monasterios y majestuosos templos. Así, por ejemplo, el monasterio de Laura de la Trinidad-San-Sergio, en la ciudad de Sergiev Posad, de la provincia de Moscú, sigue atrayendo a muchedumbres hasta el día de hoy. Y todo comenzó a partir de un solo anacoreta del bosque. ¿Por qué? ¿Qué o quién ayudaba a esta gente a concebir la sabiduría, les dio losconocimientos, les acercó a la comprensión de la esencia de la existencia? ¿Cómovivían, qué hacían, qué pensaban cuando se aislaban en el bosque?
Estas preguntas empezaron a surgirme algún tiempo después de mi contacto con Anastasia…
Y entonces empecé a leer todo lo que pude encontrar sobre los anacoretas. Pero al día de hoy, no he encontrado una respuesta. Por algún motivo, en ningún lado se describe qué pasaba con ellos allí.
Las respuestas, creo, han de ser buscadas con un esfuerzo colectivo. Por mi parte, procuraré describir los acontecimientos que tuvieron lugar durante aquellos tres días de mi estancia en el bosque de la taiga siberiana, y mis impresiones tras mis conversaciones con Anastasia, con la esperanza de que alguien podrá llegar a captar la esencia de este fenómeno y sacará algunas conclusiones sobre nuestro modo de vida.
Por ahora, de todo lo que he visto y oído, sólo una cosa es indiscutible para mí: la gente que vive en el bosque como ermitaña, incluso Anastasia, ve todo lo que sucede en nuestra vida desde un ángulo diferente de como lo vemos nosotros. Algunas de las ideas de Anastasia difieren 180 grados de las admitidas comúnmente. ¿Quién está más cerca de la verdad? ¿Quién lo tiene que juzgar?
Mi tarea es solamente exponer lo que he visto y oído. Y dar así la oportunidad a los demás de encontrar una respuesta.
Anastasia vive en el bosque completamente sola, no tiene ninguna vivienda, casi no lleva ropa y no reserva provisiones. Ella es descendiente de personas que han estado viviendo aquí desde hace miles de años y fueron representantes como de otra civilización diferente.
Ella y sus semejantes han sobrevivido hasta nuestros días, gracias, según mi parecer, a una muy sabia decisión. Muy probablemente, la única posible para preservarse: cuando se mezclan entre nosotros, procuran no distinguirse en nada de la apariencia de la gente corriente. Y en los lugares donde habitan se fusionan con la naturaleza. Estos lugares son difíciles de descubrir. De hecho, la presencia del hombre en estos sitios, tan sólo se puede notar porque está todo como más cuidado, más bonito, como en el claro de bosque de Anastasia en la taiga, por ejemplo.
Anastasia nació aquí y es parte integrante de la naturaleza. A diferencia de los otros grandes anacoretas conocidos por nosotros, ella no se aisló en el bosque sólo por un cierto tiempo, como ellos hicieron. Ella nació en la taiga y solamente visita nuestro mundo en periodos breves. En base a esto, parece haber una explicación muy sencilla para aquel fenómeno –a primera vista místico– que ocurrió cuando me sobrevino aquel fuerte miedo y perdí la consciencia intentando hacerme con Anastasia. Así como el hombre domestica a un gato, un perro, un elefante, un tigre, un águila… aquí todo lo que le rodea está domesticado. Y este todo es incapaz de permitir que le pase algo malo a ella. Anastasia contaba que cuando ella nació y tenía menos de un año, su madre podía dejarla sola en la hierba.
― ¿Y no te morías de hambre? ― preguntaba yo.
La anacoreta de la taiga me miró al principio con asombro, pero después contestó:
― Los problemas de alimentación no deben existir para el Hombre. Hay que
alimentarse como se respira, sin prestarle atención, sin distraer el pensamiento de lo principal. El Creador encargó a otros esta tarea, para que el Hombre pudiera vivir, como Hombre, cumpliendo su propio propósito.
Ella chasqueó los dedos y a su lado se apareció una ardillita, que saltó a su mano.
Anastasia llevó el hociquito de la fierecilla a su boca y la ardillita le pasó de su boca el corazón de un piñón de cedro ya pelado. Esto no me pareció algo fuera de lo normal.
Recordé que en el Academgorodok de Novosibirsk, muchas ardillas, acostumbradas a la gente, mendigan el cebo a los paseantes y hasta se enfadan si no les obsequian con algo…
Y aquí simplemente estaba observando el proceso inverso. Pero aquí es la taiga.
Entonces, yo dije:
― En nuestro mundo, el mundo normal, todo está organizado de otra manera. Tú, Anastasia, intenta chasquear los dedos delante de un quiosco privado. Hasta puedes tocar el tambor, nadie te dará nada. Y tú dices que el Creador lo solucionó todo.
―¿Y quién tiene la culpa de que el Hombre decidiera cambiar la creación de Dios? Intenta entenderlo tú mismo. ¿Es para mejor? ¿Para peor?
Este es el diálogo que tuve con Anastasia sobre la cuestión de la alimentación. Su posición es sencilla: va contra natura malgastar el tiempo en pensar en nimiedades tales como la comida, y ella no piensa en esto. ¿Y resulta que en nuestro mundo civilizado, sí hay que pensar en ello?
Nosotros conocemos por libros, reportajes de prensa y programas de la tele,
numerosos ejemplos de infantes que habiendo accidentalmente quedado atrapados en plena naturaleza salvaje, han sido alimentados por
lobos.
Pero aquí es otra cosa: generaciones de gente han vivido permanentemente aquí en la taiga y sus relaciones con el mundo de los animales son distintas a las nuestras. Yo le pregunté a Anastasia:
― ¿Por qué no tienes frío cuando yo tengo que estar aquí con la cazadora puesta?
― Porque el organismo de la gente que se abriga con ropa y busca amparo del calor y del frío, lo que hace es que va perdiendo gradualmente la capacidad de adaptarse a los cambios del medio ambiente ― contestó ella ― y yo no perdí esta capacidad del organismo humano, por eso no tengo tanta necesidad de ropa.
5
El dormitorio del bosque
Yo no llevaba ningún equipo apropiado para pasar la noche en el bosque salvaje. Anastasia me acostó en una cueva-osera. Cansado como estaba, tras la dura caminata, me quedé dormido rápida y profundamente. Cuando desperté tenía una sensación de suprema felicidad y confort, como si estuviera acostado en una cama cómoda y magnífica.
La osera, o la cueva, era espaciosa y estaba cubierta de diminutas ramitas de cedro esponjosas y hierba seca, que inundaban el ambiente de un agradable aroma. Al desperezarme y estirar los brazos, rocé con una mano una piel “lanuda” y enseguida interpreté que Anastasia, de alguna manera, tenía algo de cazadora. Me arrimé al pellejo, pegando la espalda a su calorcito y decidí dormir un poco más.
Anastasia estaba de pie a la entrada del dormitorio de la taiga y cuando notó que me había despertado, enseguida dijo:
―Que este día te llegue lleno de bendiciones, Vladimir. Recíbelo tú también
con tu bondad. Pero por favor, no te asustes.
Después ella dio unas palmadas y el «pellejo»…con espanto comprendí que no era un «pellejo». De la osera, con cuidado, empezó a salir un oso.
Al recibir una palmada de aprobación de Anastasia, el oso lamió su mano y anduvo torpemente hacia fuera del claro. Resultó que ella había puesto hierba del sueño en mi cabecera e hizo que el oso se tumbara a mi lado para que no tuviera frío. Ella misma durmió acurrucada fuera, en la entrada.
― Pero… ¿cómo se te ha ocurrido hacerme esto, Anastasia? ¡El oso podía haberme desgarrado hasta matarme o aplastarme!
― No es él, es ella. Es una osa. Y es imposible que pudiera hacerte daño ―
contestó Anastasia ―. Es muy obediente. Le encanta que le mande tareas y cumplirlas. Ni se ha movido en toda la noche. Nada más pegó su hocico a mis piernas y se quedó quietecita sintiéndose completamente feliz. Sólo se estremecía un poco cuando desparramabas tus manos en sueños y le dabas en la espalda.

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